La
última tránsfuga de diputados de un partido político ha despertado
apreciaciones encontradas como es típico en un sistema inmaduro; principalmente
cuando previamente se había rumorado mucho sobre la posible compra de
voluntades.
Los
que condenaron a los diputados de voto disidente argumentaron que habían
traicionado la posición colegiada del partido y principalmente la voluntad de
la población que había establecido sabiamente un equilibrio de fuerzas en la
asamblea.
Los
que aplaudieron el voto disidente de los cuatro diputados aludieron a la
madurez democrática que exige la libertad de conciencia para que los
representantes del pueblo puedan votar libremente sin compromisos ni intereses
partidarios.
Ambas
posiciones tienen la razón en la picardía con que dicen las cosas; pero la
pierden totalmente en la realidad práctica con que actúan.
Es
cierto que el pueblo votó por equilibrio y que la disidencia es una violación a
esa voluntad expresada por medio del voto; y también es cierto que los
diputados deberían votar con libertad de conciencia.
El
grave problema es que en nuestra realidad no es esa la costumbre. Nadie vota
con libertad de conciencia. Todos atienden a una línea partidaria al grado que
a las plenarias bien pudieran asistir solo los 6 jefes de fracción a levantar
sus manos. Sería suficiente. Es el mismo resultado obtenido con los 84 curules
ocupados.
Soñamos
un día con esas votaciones como en los países desarrollados, en donde la
votación realmente es por libertad de conciencia y por lo mismo diferenciada
sin ataduras partidarias más que la escuela política que representan.
Pero
nuestra realidad tristemente es otra, y simplemente se trata de un
desmoronamiento socavado por intereses particulares.