La palabra matrimonio tiene su origen etimológico en las entrañas del
derecho romano; desde la simpleza del significado de sus raíces: matri=madre y
monio=derecho, calidad de, función de, la cual se usa combinada con muchas
otras raíces para darle legalidad o reconocimiento jurídico a la palabra
antepuesta.
En este sentido, y tomando como contexto que en la historia del ser
humano el sexo femenino ha sufrido etapas muy oscuras de discriminación; puede
considerarse éste como uno de los grandes logros en el reconocimiento de sus
derechos y equiparamiento de su estatus social.
Uno de los grandes perjuicios históricos del sexo femenino ha sido su
utilización como objeto sexual en sus dos grandes esferas de acción: erótico y
reproductivo.
El matrimonio pretendía constituirse en un instrumento jurídico que
protegiera a la mujer del abuso; de su utilización indiscriminada para fines
eróticos y reproductivos; de esta manera, cualquier acción de esta índole fuera
del matrimonio debería ser objeto de ilegalidad.
En el mismo orden se constituye la palabra patrimonio, que en esencia se
refiere a la responsabilidad y función del padre dentro del hogar consistente
en proveer a la esposa e hijos las provisiones de tipo económico, de protección
y de integridad. De ahí su usanza actual referida a los bienes con que cuenta
cualquier persona. Por su lado, la madre cumpliría la delicada, importante y
típica función hogareña de la concepción, procreación y cuidado de los hijos y
de la casa.
Entiéndase matrimonio como el
legítimo derecho de una pareja para el cumplimiento responsable de la función
humana de la procreación con roles específicos establecidos con base a la
naturaleza física del hombre y la mujer.
La palabra matrimonio tiene una esencia inequívocamente en el
establecimiento de roles específicos y claros dentro de la familia, por lo que
cualquier alteración a su concepción lo convierte en un adefesio que desfigura,
trasgrede, adultera y pisotea el orden establecido por la lógica y la misma
naturaleza.